Entre el dolor y la nada
«Si yo he sentido y siento un odio irracional y albergo fantasías de venganza por la muerte de un animal, ¿qué no sentirán esas personas que han asistido al asesinato de personas queridas y por razones de una arbitrariedad y maldad casi incomprensibles?», escribe José Ovejero en su diario. La entrada Entre el dolor y la nada se publicó primero en lamarea.com.
20 de enero
Días sin escribir. De hecho, ahora, me acerco otra vez al diario con prevención. Porque al recordar lo que he pensado y sentido los últimos días sé que aflorará con fuerza el dolor; también el odio.
Hace poco, después de la muerte violenta de Goxo, pensé en cómo se sentirán las personas en un lugar como Gaza que han visto morir a sus hijos e hijas, esposas y esposos, amigas y amigos bajo las bombas o, casi peor, asesinadas a propósito por un soldado. Ya sé que no son dolores comparables ni en su contexto ni en su magnitud. Por eso mismo: si yo he sentido y siento un odio irracional y albergo fantasías de venganza por la muerte de un animal, ¿qué no sentirán esas personas que han asistido al asesinato de personas queridas y por razones de una arbitrariedad y maldad casi incomprensibles? ¿Qué emociones irán creciendo en quien asiste cada día a la destrucción de sus casas y sus barrios, al aniquilamiento progresivo y deliberado de poblaciones enteras, a la lenta muerte por inanición de los allegados, al bombardeo de hospitales y escuelas? Puede que cada acto de venganza de esas personas desesperadas sea injusto porque ni siquiera va dirigido a los individuos concretos que causaron el daño. Pero entiendo bien la mezcla de impotencia y rabia que busca una salida, una compensación, la que sea. No seré yo quien les condene.
22 de enero
Ceno con amigos. No me apetecía salir pero sé que me viene bien hacerlo. Discusión política. Se plantea un tema que, como en toda discusión grupal, no da tiempo a discutir con calma: a pesar de todas sus irregularidades y todos sus defectos, los mayores niveles de libertad, justicia y prosperidad se han dado en democracias liberales. Aparte de que el sistema de democracia parlamentaria de corte liberal es solo una máscara en muchos países –por ejemplo, en las plutocracias de algunos países latinoamericanos o en las dictaduras disfrazadas de varios estados africanos–, se olvidan varios rasgos constitutivos de dichas democracias, que anoto ahora solo telegráficamente:
- Permiten una libertad relativamente amplia dentro de sus fronteras pero progresan fomentando la falta de libertad fuera de ellas (apoyo a dictaduras corruptas a cambio de favorecer los intereses occidentales, financiación de grupos paramilitares, inducción a golpes de Estado).
- El terreno de juego está marcado siempre en contra del desarrollo de propuestas de izquierda (justicia sesgada, uso de los poderes del Estado para infiltrar y destruir dichas propuestas, prensa subvencionada que hace burla de la cacareada libertad de opinión).
- Lleva consigo la hipocresía inherente de defender de boquilla valores (libertad, igualdad, Estado de derecho) que luego se combaten de tapadillo desde el poder (véase la «policía patriótica», la venta subrepticia de armas a países delictivos).
- Han crecido y tienen su fuerza no por las virtudes propias de la democracia parlamentaria sino por la explotación despiadada de sus colonias de derecho o de hecho.
- Quizá lo más importante: para quienes controlan las democracias parlamentarias de corte liberal estas no son un fin sino un medio para lograr la acumulación de capital sin demasiadas disrupciones. Sus mismos defensores se vuelven sus detractores cuando dicha acumulación está en peligro. Así se entiende que los adalides del liberalismo le den la espalda cuando les conviene: empresarios que se abren a las propuestas del nazismo y del fascismo, senadores que antes apoyaban el libre comercio y los derechos humanos y que hoy no tienen empacho en rendirse a Trump y sus acólitos, aceptando el fin del multilateralismo y del libre comercio –¿para qué, si ya no les conviene?– y que cierran los ojos ante la propuesta de redadas masivas de inmigrantes o de un régimen policial sin cortapisas.
Al final, cenamos, discutimos, nos vamos a nuestras casas. Siempre nos vamos a nuestras casas.
He cerrado mi cuenta de X. No ha dolido nada. Algo en mí se resistía a perder los seis mil seguidores que tenía en esa red. Pero, bien pensado: ¿quiénes son esos seis mil seguidores? No interactuaba con la inmensa mayoría. Mi burbuja de actividad se reduciría a un par de centenares. La mayoría ni siquiera vería mis intervenciones. Nunca tuve la impresión de que publicar un anuncio de mi próximo libro o de una presentación aumentase su éxito. Mi vida social no se veía enriquecida. Al final, disfrutábamos de una popularidad vacía. Y vista la evolución ultraderechista de esta red asocial, de verdad no sentía que nada justificase continuar ahí.
En la nueva seguiré a mucha menos gente que antes, no quiero recibir tantos contenidos. Me servirá aún para asomarme a informaciones que no me llegarían de otra manera. Y me doy por satisfecho con unos pocos centenares de seguidores. Los demás son como esas figuras creadas por ordenador con las que se simula una multitud en las películas contemporáneas: hacen bulto pero en realidad solo disimulan el vacío.
Si antes la religión poblaba de presencias la vida de mucha gente, que «hablaba» con Dios y con los santos, como si se pudiesen entablar con ellos una comunicación auténtica, hoy combatimos la nada en un simulacro de conversaciones que, a menudo, solo retumban en nuestra cabeza: ningún eco llega al exterior, ninguna de nuestras palabras nos da lo que buscamos.
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